por Leonardo Caruana
Desde que se aprobaron las facultades delegadas al Poder Ejecutivo a través de la llamada Ley Bases y Puntos de Partida para la Libertad de los Argentinos, el Gobierno nacional ha avanzado en una ofensiva sostenida sobre la estructura estatal con una lógica clara: menos Estado, más mercado. Lo dijeron y lo están haciendo. Si durante la campaña muchos pensamos que eran bravuconadas, hoy las decisiones confirman el rumbo: ajuste, privatización y abandono de responsabilidades históricas del Estado nacional.
Bajo ese prisma, la salud pública no se valora como inversión, sino como gasto. Y lo que estamos viviendo no es descentralización: es abandono.
Se suprimen organismos descentralizados, se desjerarquizan institutos históricos, se transfieren hospitales nacionales a las provincias sin financiamiento garantizado. ¿El resultado? Menos capacidad técnica, menos investigación, menos autonomía. Y más presión sobre provincias y municipios, que deben resolver los mismos problemas con menos recursos.
Esto no es nuevo. Ya lo vimos con la Revolución Libertadora del ’55, durante la dictadura de Onganía y en los años ’90, con el ajuste neoliberal: se descentralizaron hospitales sin transferir poder político ni presupuesto. El resultado fue devastador. Hoy se repite la fórmula: se debilitan institutos clave como el Instituto Nacional del Cáncer o el de Enfermedades Tropicales, se desfinancian los efectores y se promueve una lógica de mercado que pone a competir hospitales entre sí, como si fueran empresas en lugar de instituciones que garantizan derechos.
En el discurso oficial, esto se expone como transparencia y modernización. Pero, ¿qué clase de modernización desarma sistemas que funcionaban, que investigaban, que producían conocimiento, medicamentos y respuestas específicas para problemas complejos? ¿Qué clase de descentralización es aquella que sólo transfiere responsabilidades, pero no capacidades ni recursos? La respuesta es clara: esto no es descentralización, es un modo de deslindar al Estado nacional de su responsabilidad histórica dejando a provincias y municipios frente al “no hay plata”, mientras se obliga a recurrir a la autogestión, la caridad o el auspicio privado. Se precariza la estructura institucional, se pierde autonomía, y se abren las puertas a la comercialización de lo que debería ser un derecho humano: la salud.
La salud pensada desde la lógica del mercado es exactamente eso: un bien que se compra y se vende. Y en ese modelo, quienes no pueden pagar, no acceden o acceden a menos. Ya estamos viendo consecuencias: medicamentos oncológicos escasos, tratamientos de alto costo restringidos, y servicios esenciales que se ven obligados a ser financiados por gobiernos locales sin respaldo nacional. ¿La consecuencia? Un modelo cada vez más parecido al de Estados Unidos que a pesar de ser un país rico tiene un sistema casi totalmente privatizado, injusto, con gasto alto para resultados sanitarios pobres.
Desde el pensamiento sanitario más comprometido con la justicia social, siempre se entendió que descentralizar podía significar acercar decisiones a los territorios, promover participación y responder mejor a las realidades locales. Pero eso requiere acompañamiento político, financiamiento y regulaciones claras. Descentralizar no puede ser sinónimo de abandonar.
En este punto, es esencial destacar que la presencia del Estado planificando y ejecutando políticas en función de los Derechos Humanos es el requisito fundamental para la supervivencia, el fortalecimiento o una reforma superadora del sistema de salud que tenemos. Legados históricos como las universidades, sus institutos, los servicios de salud estatales, las empresas de producción pública de medicamentos u otra tecnología sanitaria deben considerarse elementos clave para ir ganando soberanía. En torno a la configuración y las funciones del sistema de salud nos tiene que quedar claro que es el Estado, sólo el Estado, quien puede y debe ser el que estimule, coordine y regule esa construcción, al igual que esos otros procesos que inciden en el ambiente natural, cultural o social y se identifican como riesgos para la vida o causas de malestar o enfermedad.
¿De qué nos sirve un Estado que se retira de la salud pública, justo cuando el acceso a servicios de calidad debería ser garantizado para todos y todas? Durante la pandemia, con todos los errores que podamos señalar, quedó claro que el Estado salva. No solo en la infraestructura, sino en la logística, en la regulación, en la capacidad de respuesta nacional. Desarmar eso, como está ocurriendo hoy, es poner en riesgo a millones.
La historia del sistema de salud argentino no empieza hoy. Viene de décadas de luchas, de construcción colectiva de referentes como Ramón Carrillo, Arturo Oñativia, Esteban Laureano Maradona, Mario Testa y otros más cercanos como Débora Ferrandini, Hermes Binner y miles de trabajadores que hicieron del sistema público un orgullo, aún con sus falencias. En vez de destruirlo, deberíamos discutir cómo fortalecerlo, integrarlo, financiarlo con justicia, articular la Nación con las provincias y los municipios.
En este contexto, no alcanza con expresar la disconformidad. Hay que actuar, sostener espacios, defender instituciones, preservar lo que aún funciona y pelear por lo que necesita mejoras. La salud es un derecho, no un privilegio. Y cuando el Estado renuncia a garantizarlo, es fundamental pelear por él.
Y aunque suene fuera de moda es importante reafirmar el rol de regulación del Estado como requisito para un sistema de salud justo, eficaz y sustentable. Insistiendo en hablar de regulador y no de “rector” porque ese rol de referí y miembro en una escena autorregulada o liberada a las buenas intenciones de la mano invisible del mercado es lo que lo fue debilitando. No es lo mismo, porque quien regula pone las reglas y vigila su cumplimiento para un desarrollo armónico, democrático, donde la libertad y los derechos son para todos.