por Andrés Asiain *
El intelectual argentino Raúl Scalabrini Ortiz, al estudiar la formación del capital británico predominante en nuestra economía a comienzos del siglo pasado señalaba que “los llamados capitales invertidos no son más que el producto de la riqueza y trabajo argentinos contabilizados a favor de Gran Bretaña”. El manejo de los fundamentos de nuestra economía – ferrocarriles, bancos y deuda pública-, eran el resorte para apropiarse del excedente económico generado por la economía nacional. En la etapa de la globalización financiera no se requiere una estrategia tan compleja para apropiarse de los frutos de la economía nacional, basta con la hegemonía del dólar frente a la debilidad de nuestra moneda nacional.
Las periódicas crisis externas y procesos inflacionarios han debilitado el uso del peso como instrumento de ahorro. Así el excedente de nuestra economía que no se invierte en la economía real, se encuentra en gran parte dolarizado. Los argentinos poseemos ahorros acumulados en billetes de dólar, depósitos en el exterior y títulos extranjeros por unos USD371.120M al primer trimestre de este año (PII-INDEC). Esa cifra supera en un 57% el total de nuestras deuda externa. Si le sumamos las reservas internacionales que acumula el central y las inversiones en el exterior de nuestros empresarios, los activos externos de los argentinos acumulaban USD448.940M, es decir, USD36.664M por encima del valor de toda la deuda externa y el stock de capital extranjero invertido en nuestro país. Somos acreedores del mundo, pero vivimos como deudores insolventes siempre al punto del remate de nuestros bienes y propiedades. ¿Por qué?
La dolarización de nuestros ahorros acumulados genera una enorme presión sobre nuestras cuentas externas, que agrava nuestra tendencia a la devaluación de la moneda nacional y exacerba los procesos inflacionarios. De esa manera, la “fuga de capitales” retroalimenta la debilidad de nuestra moneda nacional y profundiza el bimonetarismo. Este círculo perverso hace que los saldos comerciales externos que acumulamos se utilicen para guardar dólares en el colchón o alguna cuenta en el exterior. En los últimos 20 años, el saldo del comercio de bienes y servicios acumuló USD101.445M a nuestro favor. Es decir, los argentinos hemos producido más de lo que utilizamos internamente, sosteniendo el exceso de gasto de nuestros socios comerciales por el equivalente a casi un cuarto de nuestro PBI en las últimas dos décadas. Aún así, nuestros pasivos externos no han dejado de crecer, generando una economía hiperendeudada con su cúpula empresarial en gran medida extranjerizada.
Históricamente, la India solía importar gran cantidad de toneladas de plata que absorbían sus superávits comerciales. La plata era utilizada por sus clases altas que materializaban sus ahorros en forma de tesoros que enterraban en los patios de sus casas (invirtiendo la lógica minera en una especie de ritual inconsciente de retorno de los metales a la pachamama). Si enterrar plata parece un uso poco productivo del excedente comercial, acumular papelitos verdes que imprime la reserva federal o su nominación simbólica en una cuenta del exterior, no suena mejor.
La voluntad dolarizadora de la economía argentina es tal que no alcanza con el fruto del superávit comercial, que debe hacer frente también al diferencial de rendimiento que obtiene el capital extranjero en nuestro país respecto al bajo rinde de nuestros ahorros dolarizados (cuyo termómetro se denomina riesgo país). Surge así la idea de eludir la restricción externa tomando créditos que no financian proyectos que incrementen nuestro saldo comercial futuro y generen capacidad de repago. Por el contrario, se destinan a intentar sostener unos meses más de dólar barato, a veces con apertura importadora, para ganar el apoyo de las clases medias en un siempre próximo evento electoral.
La deuda externa argentina alcanzaba los USD235.718M al primer trimestre de 2025, una vez descontados los USD42.355M de “autopréstamos” de empresas emparentadas. El 74% de esa deuda, unos USD174.725M corresponden a deuda estatal que afronta pagos equivalentes al 25%, unos USD44.276M en los próximos dos años, comprometiendo gravemente nuestra estabilidad macroeconómica. La inviabilidad de semejante endeudamiento externo, cuyo último fuerte incremento se dio en el gobierno de Mauricio Macri, no tiene otra oportunidad de repago que una nueva toma de créditos – voluntaria o por reestructuración-. La deuda externa se transforma así en un elemento que agrava nuestra tendencia al desequilibrio externo y la fragilidad de la moneda nacional.
La hegemonía norteamericana entre nuestros acreedores transforma al endeudamiento externo en una herramienta de control geopolítico por parte de los EEUU. Esa dependencia financiera cuenta con el beneplácito del stablishment local, que ve en nuestra sumisión a los acreedores una forma de asegurarse que el juego de la democracia no altere el rumbo económico trazado desde el exterior, más allá de quien se imponga en las urnas. Sin independencia económica no hay soberanía política, asegurándose así que tampoco haya justicia social, objetivo caro para una clase dominante cuyo status depende de sostener históricas desigualdades.
La dependencia financiera le baja así el precio a la democracia, generando el desánimo de las mayorías respecto a la posibilidad de transformar la realidad nacional por medio de la política. Se cae así en una democracia de baja intensidad a la peruana, con gobiernos débiles a merced de las presiones del poder económico, alterados esporádicamente por estallidos sociales que no logran cristalizar en una alternativa política real.
- Director Centro de Estudios Scalabrini Ortiz