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Jorge Elbaum5 de mayo de 2025Política
Javier Milei desprecia todo lo que significó Francisco. La blancura elegida en su hábito sacerdotal niega el grito de saña con que el presidente argentino señala al mundo. El liberticida transita su vida en las antípodas de la empatía y la comunidad que impulsó Francisco. Aquello que se irradió desde la Plaza de San Pedro hasta el 21 de abril –incluso para los no creyentes– se revelaba como una imagen asimilable a un abrazo campechano, convertido en alas. En algo infinitamente superior a la usura: un lazo que se amplifica, incluso, cuando se prolonga hacia quienes sobrellevan el dolor como carga y estigma.
La espiritualidad no siempre fue sagrada. Ni siquiera tuvo que tributar un registro de divinidad. Supone una forma de la unidad en la que participan quienes se saben hijas, ancestros, madres, eslabones de una cadena de vida humana. Es la participación de ese derrotero convertido en trascendencia. Tiene como objetivo la vinculación de vidas para existir en uno mismo y al mismo tiempo en los otros. Religar –de ahí proviene la raíz de religión– para promover la conectividad con el resto de la especie humana. Todo enlace intenta sumar lo que está aislado, lo que está separado, lo que permanece en situación de aislamiento y soledad. Exactamente lo contrario de lo que intenta hacer el mercado mediante la elección individual. La “mano invisible” busca a sujetos sometidos a consumos, a cadenas de materialidad hueca, a identidades obsolescentes e ilusorias. Entre una persona y otra –exige el marcado– debe localizarse la mediación del dinero. Ese arbitraje exige una desconexión con el prójimo. Se constituye en una especie de resentimiento respecto de la sensibilidad. Arrasa con la risa franca y el abrazo solidario.
Raíz versus podredumbre:
El neoliberalismo criminal de Milei pretende hacernos competidores de nuestros semejantes: somos alguien en la medida que somos jerárquicamente más que otros. Somos si tenemos más posesiones. De esta manera nos convertimos en socios de un engranaje donde no podemos diferenciarnos de las mercancías que compramos o vendemos. Pasamos a ser cosas. Asumimos el lugar de piezas inertes de un sucio tablero de rendimientos, utilidades, beneficios y pérdidas. Esa voz gutural irrumpe ante nosotros, en forma cotidiana como un sórdido llamado de la parca: una convocatoria adicta al tráfico miserable de la subsistencia, ajeno a toda reciprocidad.
El actual presidente argentino es, en parte, el resultado del aislamiento provocado por una pandemia devastadora. El pánico que irradió motorizó la desconfianza en los otros y contaminó los vínculos personales. El aislamiento sanitario se transformó en desarticulación y al mismo tiempo en fragmentación. El trabajo a distancia en una práctica de individuación independiente. Las pantallas en escudo ante el miedo irreversible a la presencia carnal del otro.
Milei es un subproducto de esa etapa: un sujeto atribulado que parece imitar al protagonista de la película La Caída en su última escena: un megalómano actuando al borde de la destrucción colectiva y el suicidio. En ese intersticio, la financiarización se ofreció como un salvataje incorpóreo. Como una ventaja respecto al trabajo productivo. “Experto en crecimiento con o sin dinero”, fue su tarjeta de presentación para impactar en los tiempos de frustración y resentimiento. Un neo-yupi desaforado, empleado al servicio de corporaciones que desconfían de cualquier subjetividad crítica. Que solo admiten aduladores del Becerro de Oro, munidos de discursos escolásticos, funcionales a sus intereses de quienes reproducen víctimas sociales y desposeídos.
En la vereda de enfrente de ese viaducto de violencia y soldad está la compasión articulada con la hospitalidad. Francisco cuestionaba a quienes reniegan de su historia, a quienes desprecian sus orígenes. Eso es justamente lo que ha hecho en forma sistemática el actual presidente. Desprecia la tierra que lo vio nacer, olvida a nuestros muertos enterrados en las Islas Malvinas, y odia al Estado que consolidó la identidad nacional.
Milei tiene un prontuario de violencias varias. Sus alumnos lo denunciaron por maltrato en la Universidad de Buenos Aires, de donde fue echado. Su currículum incluye expresiones de misoginia y homofobia. Agresiones a mujeres, periodistas e integrantes de colectivos LGTBI. Su último capítulo delictivo lo ubica en el entramado de la cripto-estafa.
Milei postula el egoísmo como forma constitutiva de la especie humana. Elude y desconoce la cooperación como principio de la sobrevivencia. Se enorgullece de ser un portador de la insensibilidad y la crueldad. Su planilla existencial es un Excel convertido en letanía. La tabla de cálculos que endiosa el financiarismo, la avaricia y el desprecio. El presidente argentino no es otra cosa que el encargado de legitimar esos rancios cánones de quienes llevan agua para el molino del privilegio, a costa –obviamente– de quienes soportan su peso.
Francisco pudo mirar su entorno con un crisol de compasión y respeto. Transformó su hábito. Lo transportó desde el negro hacia el blanco, y desde esa luminosidad llegó a purificar los pies de inmigrantes musulmanes en la fecha simbólica del 24 de marzo de 2016, cuatro décadas después del golpe genocida de 1976.
Milei es el linaje del hedor fascista. Su estirpe de violencia. Su guerra de todos contra todos. El recelo contra cualquier propuesta de equidad. Para Milei, cualquier muestra de humanidad y compasión es despreciable. Bergoglio fue –sobre todo desde que se convirtió en Francisco– la conjetura de una posible superación humana. Francisco, vive en las catacumbas donde se amasa el pan del futuro. El otro, melindroso y frenético, ya puede ir masticando el letargo de verse mortificado por su propio espejo. Dos vidas. Una encrucijada.